Solo hechos. Giordano Bruno después de siete años en las prisiones de la inquisición fue quemado vivo en 1600. Galileo acusado de hereje tuvo que abjurar de rodillas de sus tesis astronómicas. La Iglesia prohibió la enseñanza del sistema copernicano, creó el Índice de libros prohibidos cuya última edición es de 1948, y relacionó la medicina con la demonología. La locura era una posesión diabólica y el Papa Pío V ordenó a los médicos, vía decreto, llamar antes a los sacerdotes porque consideraba que la enfermedad corporal frecuentemente surge del pecado; a su vez denegaba tratamientos si el paciente no se confesaba. La disección estaba prohibida a consecuencia de una bula mal entendida de Bonifacio VIII. Jacobo I creía que las tormentas eran producidas por las brujas, se calcula que solamente en Alemania, entre 1450 y 1550, fueron asesinadas cien mil mujeres acusadas de brujería, la mayor parte quemadas. La madre Teresa de Calcuta dijo en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz: “el más grande destructor de la paz es el aborto”. En fin, pobre mujer. La Ley Butler, que se aprobó en 1925, prohibía la enseñanza de la teoría de la evolución en las escuelas públicas norteamericanas, ese mismo año el maestro John Scopes fue declarado culpable de enseñar darwinismo a sus alumnos, la ley no se derogó hasta 1967 y todavía hoy existen tensiones entre evolucionistas y creacionistas en algunos estados federales. De las cruzadas católicas y las guerras de religión a los atentados del 11s y las decapitaciones de los infieles por el Estado Islámico, solo hay una cifra incalculable de millones de muertos. Millones, bah, migajas. La extraña relación de la religión con la paz y el conocimiento, su desprecio por la vida humana, quizá una de las mayores empresas criminales de la humanidad. Podría seguir, ya que la información calamitosa que me proporcionan Bertrand Russell, Richard Dawkins y la Wikipedia es inagotable.
En
la enseñanza de la historia la gloría del poder carga con su reverso obsceno de
muerte. El comunismo y el Gulag, el nazismo y el Holocausto, el Imperio
Británico y el colonialismo, el Reino de Bélgica y el genocidio congoleño, USA
y el exterminio de los amerindios. ¿Por
qué resulta ofensivo recordar que en las escuelas la religión no puede ser
tratada desde un plano meramente idealista y metafísico, repleto de almas
bellas y significantes trascendentes, obviando sus innumerables crímenes?
¿Por qué va a ser visto eso como impiedad y una prueba de mal gusto? Cabría pensar que la inmoralidad es
precisamente la asimetría respecto al resto de ideologías sometidas a la criba
de la realidad histórica. Resulta totalmente incomprensible el enorme y
desproporcionado prestigio del que gozan hoy las religiones en el Occidente
laico y secularizado, quiero pensar que es el mismo sentimiento de
excepcionalidad que produce un animal exótico enjaulado en peligro de
extinción. El confuso privilegio del que disfrutan es algo que debe aclararse.
En
las democracias liberales las raíces del sistema educativo derivan de la
ilustración, un proyecto que se ha considerado inacabado e incompleto por sus
defensores, mientras que se consideraba fracasado y derrotado por sus enemigos
de la contra-reacción romántica. Es difícil, pero inevitable, enfrentar la
encrucijada: los fines ilustrados (republicanos) son incompatibles con los de
la educación religiosa. Es conocido el odio de esta tradición contra el
conocimiento científico, la claridad, la ironía, la racionalidad en general y
cualquier forma de escepticismo y libertad humana. El científico frente al
teólogo. El término medio donde reina la convivencia entre ambos es la trampa
ideológica de la aconfesionalidad: crean
lo que quieran, pero bueno, crean en algo. Como aquella broma de
Chesterton: “se ha dejado de creer en dios para empezar a creer en cualquier
cosa”. La ignominia ha llegado hasta
tal punto que es posible esperar un mundo y un estado armonioso con muchos
credos, expresado también en el multiculturalismo, pero resulta inimaginable un
mundo plural sin religiones, un estado sin idolatrías ni ningún dios dirigiendo
el destino de los hombres. Pero todavía es más curiosa su relación con la
tolerancia, un principio fundacional de las luces.
Inscrita
en la democracia, la tolerancia consiste en la determinación de no prohibir, no
obstaculizar, ni interferir en una conducta que se desaprueba cuando uno tiene
la autoridad y el conocimiento necesario para ello. Es decir, aceptar la
libertad de los demás como precio de la propia. Sin olvidar sus paradojas: la
tolerancia es siempre en algún nivel represiva. Se define precisamente por ser
intolerante contra el intolerante, contra aquello que impide su ejercicio. Del
mismo modo que no existe un placer inocente tampoco encontraremos una
tolerancia total sin la proyección de posibles antagonismos que la justifiquen,
como por ejemplo las doctrinas sagradas. Muchas preguntas legítimas tienen
respuestas incómodas: ¿hay que tolerar los aspectos falsos de la religión y sus
preceptos abiertamente inmorales? La religión como cosmovisión poética del
mundo, una fantasía que pretenda dar sentido a la vida como hace la literatura
y el arte, es aceptable democráticamente siempre que abandone sus aspiraciones
de verdad y cualquier intento de sustituir la explicación científica de la
realidad y el gobierno sobre la comunidad política. Una teoría que no puede ser
desmentida por los hechos ni por la experiencia, por ninguna circunstancia
real, no puede ser asimilada en la instrucción pública. Nada de lo que pueda
suceder en el mundo es inexplicable para la religión, por eso es falsa, y su
inclinación totalizadora un riesgo irracional demasiado proclive al despotismo.
Las proposiciones de la religión predican enunciados para los cuales ninguna
evidencia que las refute es ni siquiera concebible (esto remite al criterio de
falsación popperiano) ¿Hasta qué punto es tolerable académicamente tanta
arrogancia? ¿Si con eso tenemos que convivir cuáles son los límites y su papel
en la educación?
El
problema es que estas creencias están ligadas a la acción y al comportamiento
de la gente bajo la promesa de la vida eterna; mentalidades sacrificiales,
punitivas, autohumillantes, castradoras, mortificantes, se enlazan con la
obligatoriedad moral de realizarlas. Esas costumbres pueden parecernos tan
repugnantes como las prácticas descritas en las obras del Marqués de Sade, la
diferencia es que en este caso entendemos su pertenencia al reino de la ficción
y al imaginario libertino-filosófico. Nadie está forzado a ejecutarlas
literalmente ni obligado a adorarlas bajo el yugo de la culpa y el castigo.
Todos queremos que los alumnos se acerquen de un modo abstracto a la condición
indecible de la crueldad humana, al goce repugnante y a la perversidad sexual en
la dimensión “inofensiva” de la fabulación, pero nadie desearía la pornotopía
de Cassanova y el contexto sadiano como
educadores sexuales de la juventud. ¿Por qué permitimos entonces esa ambigüedad
con la Biblia y sus perniciosas enseñanzas morales y cosmológicas? ¿Qué
estatuto posee la religión para borrar impunemente la distinción entre los
hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso, y decretar el bien y el mal, la
culpa y la inocencia? ¿Por qué íbamos a ser tolerantes cuando se trata de
educar a los alumnos en la falsedad? ¿No rechazamos las creencias que conducen
a formas de vida aberrantes y absurdas? ¿Cómo nos va a dar igual que a los niños
se les haga pasar por verdaderos acontecimientos delirantes? ¿Quién toleraría
el engaño, la superstición y el oscurantismo en una educación ilustrada?
Esto
supone también un grave dilema para los creyentes, ya que de enseñarse la
doctrina desde la perspectiva liberal perdería todo el significado metafísico,
epistemológico y moral que, de ser coherentes, defienden. Vaciada del contenido
de la pureza y lo sagrado perdería toda fuerza, se limitaría a expresar un
eslabón más en la genealogía estética. Aunque no se suele pensar muy a menudo
en la cuestión por su pretendida benignidad el escéptico y el incrédulo tienen
derecho a exigir al hombre de fe que dé pruebas de la existencia de Dios y de
su sospechosa ciencia celestial. La conocida petición de principio. Son
precisamente los racionalistas y ateos los
que en la mayor parte del mundo (que todavía es teocrático) tienen razones para
sentirse amenazados, hostigados y maltratados, cuando no son directamente
asesinados. En occidente son ignorados por las autoridades y por el cínico
consenso establecido en la conversación pública. Si la religión quiere ser
tolerada en la enseñanza debe sobrevivir al escrutinio de la razón y al descrédito
de su propia historia, enmarcada en un papel vagamente poético y simbólico como
documento cultural.
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