jueves, 9 de abril de 2020

1956

Suena Comment te dire adieu, en la azotea del bloque, canta la bella Françoise Hardy, acaricio el suelo con los pies como si fuera su piel, estoy casi desnudo tumbado sobre la toalla humedecida, siento el calor de las tejas en mi espalda, transpiro, el calor del sol en el rostro y en el brazo y parte del pecho el calor de un vientre, es el vientre de una perra preciosa, está tumbada a mi lado, una pit bull marrón con manchas blancas, ojos ingenuos y negros, cuerpo robusto, le encanta que le acaricien las tetas, mordisquea su pelota de goma, pronto se fatiga, y busca la sombra entre los maceteros que decoran el terrado junto a la reja metálica que nos separa de los vecinos, y al fondo, esa inmensa pared de ladrillos tostados, en la que aparece una cifra escrita en blanco tiza: 1956, año de la construcción del edificio. Justo el año en que la hegemonía política y cultural falangista que dominaba desde el final de la guerra civil y fratricida fue sustituida por el arrebatador poder del Opus Dei, la otra mitad de la ideología nacionalcatólica constitutiva del franquismo. 

Aquí arriba hay otra ciudad, lejos del duelo, lejos de la enfermedad, lejos de la administración de muerte que se revela descarnada, y desquiciada como es. No siento nada, ni nada malo, aquí arriba todo es apacible, lento, dilatado, y bello. En uno de los patios interiores dos chicas se acarician y atusan el pelo, las oigo reír, parecen jugar entre ellas como niñas, oigo la fricción de platos, vasos y cubiertos de una familia que recoge la mesa después de comer, están en el balcón terminando el vino, y enfrente mío, una anciana asomada a la ventana mirando la calle vacía, ante el asfalto gris. Siento, entonces, otra vez el cálido vientre de la perra, es hermosa, pasa sobre mis piernas, y vuelve a las macetas, la sombra baña su cuerpo como si estuviera muerta, sigo mirando el posible cadáver, me recuerda nuestra animalidad en estos días del covid, la fragilidad de la vida orgánica, como organismos biológicos, y no puedo desligarlo de la fragilidad de la mirada, incapaces de ver, ciegos e ingenuos, nuestro devenir frágil en un mundo que no controlamos: ancianos muriendo por la saturación y concentración en los hospitales, y esa proyección enloquecida de todos los miedos, por no saber mirar, que desata los desafectos y las sucias pasiones que me resultan más repugnantes: aburrimiento apático, incapacidad para habitar la soledad, ansiedad doméstica, paranoia, conspiraciones, supersticiones, individualismo indolente, racismo, nacionalismo, religiosidad, deseos de hiperproductividad y hiperconsumo, anhelo de normalidad, embrutecedora normalidad, impaciencia, una imaginación saboteada. La pandemia es nuestro propio tiempo. Aquí en la azotea es otro mundo, hay otra ciudad, y la perra se ha ido.        

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 Comprobando el aburrimiento que produce el exceso de diversión y la vulgaridad de cierto refinamiento.