miércoles, 8 de abril de 2020

17

Hace diez años que empecé a leer, a los 17, al tiempo que ya pensaba en escribir sin saber qué diablos era eso, ni la disponibilidad y aceptación social para ello. Soy el vivo reflejo de la precariedad en todas sus formas e insanas manifestaciones, cultural, económica, emocional, quizá el cuadro negro de una generación, muchos han enfermado con esto, no quiero exagerar, mejor es que al dolor se le deje solo, sin hipérboles, para que el dolor mismo sea autoexpresivo, es decir el exceso, su propio exceso, el exceso de todos y de todo. Una simple lista puede ser el inventario de la precariedad. Incluso el registro gráfico de una degradación histórica del capital cultural en las clases trabajadoras, empobrecidas y sacrificables. Guardo en la memoria innumerables listas, aquí la lista de lecturas de un año de mi vida, de mis 17 a 18 años, convertida en documento que señala una sociología intelectual de clase obrera desarticulada y neutralizada: Fernando Sánchez Dragó, El camino del corazón, El sendero de la mano izquierda, Muertes paralelas, Gárgoris y Hábidis, Dios los cría..., Y si habla mal de España es español, y Fernando Savater, Las preguntas de la vida, Idea de Nietzsche, La vida eterna, ética para Amador, Política para Amador, su biografía Mira por dónde, Diccionario filosófico, La aventura de pensar, de Rafael Argullo, Aventura. Una filosofía nómada, de Stevenson, La isla del tesoro y El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Kafka, La metamorfosis, de Russell, Por qué no soy cristiano, de María Antonia Iglesias, Memoria de Euskadi, de Maquiavelo, El príncipe, y el Principito de Saint-Exupéry, de Michael Hauskeller, Pienso, pero... ¿existo?, y alguna lectura de bachillerato, y poco más. 

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 Comprobando el aburrimiento que produce el exceso de diversión y la vulgaridad de cierto refinamiento.