No sé en que estación Macarena subió al tren con destino Sant Viçens. Apreció allí de repente, una pálida melena rubia mechada y unas finas manos blancas atusándose el pelo, recostada la cabeza sobre el cristal. Fuera, el otoño seguía sus pasos decididos y melancólicos; plantas caducas, árboles desnudos, y el gris del cielo. Había sido un fin de semana en fuga para mí. A pesar de eso, no estaba cansado ni agotado, sentía energía y un fuerte sentimiento de vida tras ver la enfermedad y postración de un familiar, como un espejo que devuelve la imagen invertida. Este rechazo de la muerte te lleva irremediablemente al movimiento para disuadirla, no puede decirse que fuera inútilmente doloroso, sencillamente certifica que la vida es solo un esbozo. Las paradas se iban sucediendo y se iban llenando los vagones de pasajeros. Nada mejor para leer que la ilusión literaria de atravesar la noche más oscura en un tren de cercanías. Ruido, gruñidos de pirata llegando a la posada. Cerveza esparcida por el suelo, olor intenso a goma sudada, la bicicleta tirada en medio del pasillo impidiendo el paso. Macarena empezó a ser molestada:
-¿Te molesto si me siento aquí?
-No, no...
-Sí, te molesto ¿verdad?
-...
-No te enfades, ¿estás enfadada conmigo? No te enfades
-...
-ja, ja, ja, no hago nada, soy un buen tío
Acerca su terrible cabezota, ahora habla lento y pausado como si la conociera. Esa obscena proximidad forzada y artificiosa, susurro de maltratador. Parece irritable, una piltrafa, agresivo pero contenido, fugitiva miseria humana. Me pregunto por qué no intervengo, a qué estoy esperando, quizá empeore las cosas. Me decido, gesticulo:
- ¿Necesitas ayuda?
-(Asiente con la cabeza, rostro serio y hondo como de tranquilidad olvidada)
-Entonces, ven, vamos
Entre desconocidos, en esas circunstancias, se da una extraña complicidad. No es la primera vez que le sucede, me dice. Charlamos, 34 años, de Gavá, soltera, plomo en la mirada esquiva, pantalones de cuero negro, lúcida y viva, retuerce los tobillos tatuados mientras el borracho nos grita. Debimos desaparecer de su campo visual.
-Me llamo Yeray
-Encantada, yo Macarena
-Y ella, es mi madre Carmen
- (Macarena sonríe) Hola
(de fondo, los gritos del borracho: ¡te aplastaré esa cabecita de capullo con gafas!)
- Ese soy yo, le digo a Macarena
-Sí, parece que le gustas
(nos reímos)
Surge a los pocos instantes, enfurecido y con fragor de combate, a través de corredores, de pasadizos, de algún modo ha recibido la señal de la carne en su cabeza, de índole obsesiva. Empujones. No puede avanzar, se tropieza con su propia bicicleta, se cae. Nos vamos al siguiente vagón. Sorprende la imperturbabilidad e indiferencia de la gente ante el espectáculo. Sants Estació. Intenta seguirnos, pero se extravía en sus pasos.
-¡Deprisa, deprisa, ahí, ahí, que pierdes el siguiente tren!
El abrazo, el dulce y fugaz olor de Macarena. El tiempo sufre agudamente la propia condición del fuego cuando quema.
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