Ciertamente las muñecas abandonadas son un objeto inquietante que me encuentro a menudo por las calles o los parques forestales por donde paseo: su abandono, su feminidad arrebatada y enfatizada, sus cuerpos mutilados, la suciedad que siempre acompaña sus vestidos rotos, esas cabezas de plástico deformadas por el calor y su color desgastado y apagado por el sol, con ojos hundidos vueltos hacia dentro en una interioridad vacía, siempre durmientes o desvanecidas, tumbadas en el cemento entre orines y fluidos oscuros, y tiradas por las calles en humedades o en rincones resguardados en los bosques. Un sinfín de muñecas desaparecidas que llevan en su rostro marchitado la fatalidad, y el olvido de la infancia. Hace un tiempo encontré unos dibujos de palo coloreados de unas niñitas con formas geométricas irregulares impresas sobre cartulinas a tamaño humano que permanecían colgadas con sus nombres de las ramas de los árboles, o recostadas en los huecos de piedra del camino que sirven para canalizar el agua de la lluvia. La intemperie fue deshaciendo las cartulinas y sus vidas, pero durante muchas semanas esas miradas, enturbiadas por una espera sin horizontes, determinaban el paseo de los caminantes. Parecían esconderse, y estaban distribuidas a lo largo y ancho de la pequeña falda de la montaña, o entre los árboles, cuya distribución y composición en el ambiente invitaba a verlas como dianas o presas a disparar. Así las situaron. En ellas también había ese frío del mundo y el abandono, algo de una orfandad incurable y natural. Así las crearon.
Otro recuerdo me confirma este abandono. Una tarde, de regreso a casa y tras haber comprado unas arepas rellenas de carne y queso para cenar me entretuve mirando la cartelera iluminada del cine comercial Phenomena. Las grandes puertas de cristal, cerradas, reflejaban mi silueta exagerada, gruesa y ondulante, y picoteada por una nube de mosquitos diminutos que sobrevolaba una enorme mancha oscura en el suelo donde, hacinadas, se depositaba un montoncito de muñecas de plástico desmontadas y malolientes, sin ojos, roídos sus pies y manos, reblandeciéndose y deformado el plástico de sus cuerpos. Un vagabundo parecía dormitar en la esquina del portal con una de esas muñecas, quizá la más entera y bella, entre sus brazos; aquella muñequita moribunda era tan indicativa de la falta de amor de su nuevo dueño como de la desposesión de su vida. Sin duda los delirios de aquel hombre adormilado y zumbón eran los delirios de nuestro mundo, cobrándose su perentoria y provisional víctima.
Lo que me parece curioso es el doble sentido de su destino: domesticidad y abandono. Las muñecas habitan los hogares, ya que realmente son productos de la domesticidad, se hacen y piensan (la fabricación e imposición de una mística de la feminidad) para el juego y la imaginación de las niñas y sus dulzuras o pesares, las infantiles glorias y penas de amor; juguetes creados para la familia y los sentimientos más tradicionales de la evasión, el cuidado, y bajo las formas dulces y sencillas de la felicidad conyugal, son la más viva y clara posesión de esas niñas. Pero una vez agotado su fetiche de género por la crecida de la edad u otros azares, y una vez caídas en la calle ya sucias y sin ropa, esos juguetes pasan plenamente a manos de sus nuevos propietarios, los hombres, también caídos, quizá en su día fueron padres que las compraban para sus hijas, mientras que hoy duermen con ellas y despiertan ahora un renovado interés adulto. Y algo las destroza.
Una extraña propiedad compartida entre niñas y hombres.
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