viernes, 8 de octubre de 2021

Hola muñeca

Sigo con los fragmentos de mi correspondencia. Esta vez son notas modificadas de mi correspondencia con R. 

Ciertamente las muñecas abandonadas son un objeto inquietante que me encuentro a menudo por las calles o los parques forestales por donde paseo: su abandono, su feminidad arrebatada y enfatizada, sus cuerpos mutilados, la suciedad que siempre acompaña sus vestidos rotos, esas cabezas de plástico deformadas por el calor y su color desgastado y apagado por el sol, con ojos hundidos vueltos hacia dentro en una interioridad vacía, siempre durmientes o desvanecidas, tumbadas en el cemento entre orines y fluidos oscuros, y tiradas por las calles en humedades o en rincones resguardados en los bosques. Un sinfín de muñecas desaparecidas que llevan en su rostro marchitado la fatalidad, y el olvido de la infancia. Hace un tiempo encontré unos dibujos de palo coloreados de unas niñitas con formas geométricas irregulares impresas sobre cartulinas a tamaño humano que permanecían colgadas con sus nombres de las ramas de los árboles, o recostadas en los huecos de piedra del camino que sirven para canalizar el agua de la lluvia. La intemperie fue deshaciendo las cartulinas y sus vidas, pero durante muchas semanas esas miradas, enturbiadas por una espera sin horizontes, determinaban el paseo de los caminantes. Parecían esconderse, y estaban distribuidas a lo largo y ancho de la pequeña falda de la montaña, o entre los árboles, cuya distribución y composición en el ambiente invitaba a verlas como dianas o presas a disparar. Así las situaron. En ellas también había ese frío del mundo y el abandono, algo de una orfandad incurable y natural. Así las crearon.

Otro recuerdo me confirma este abandono. Una tarde, de regreso a casa y tras haber comprado unas arepas rellenas de carne y queso para cenar me entretuve mirando la cartelera iluminada del cine comercial Phenomena. Las grandes puertas de cristal, cerradas, reflejaban mi silueta exagerada, gruesa y ondulante, y picoteada por una nube de mosquitos diminutos que sobrevolaba una enorme mancha oscura en el suelo donde, hacinadas, se depositaba un montoncito de muñecas de plástico desmontadas y malolientes, sin ojos, roídos sus pies y manos, reblandeciéndose y deformado el plástico de sus cuerpos. Un vagabundo parecía dormitar en la esquina del portal con una de esas muñecas, quizá la más entera y bella, entre sus brazos; aquella muñequita moribunda era tan indicativa de la falta de amor de su nuevo dueño como de la desposesión de su vida. Sin duda los delirios de aquel hombre adormilado y zumbón eran los delirios de nuestro mundo, cobrándose su perentoria y provisional víctima.  

Lo que me parece curioso es el doble sentido de su destino: domesticidad y abandono. Las muñecas habitan los hogares, ya que realmente son productos de la domesticidad, se hacen y piensan (la fabricación e imposición de una mística de la feminidad) para el juego y la imaginación de las niñas y sus dulzuras o pesares, las infantiles glorias y penas de amor; juguetes creados para la familia y los sentimientos más tradicionales de la evasión, el cuidado, y bajo las formas dulces y sencillas de la felicidad conyugal, son la más viva y clara posesión de esas niñas. Pero una vez agotado su fetiche de género por la crecida de la edad u otros azares, y una vez caídas en la calle ya sucias y sin ropa, esos juguetes  pasan plenamente a manos de sus nuevos propietarios, los hombres, también caídos, quizá en su día fueron padres que las compraban para sus hijas, mientras que hoy duermen con ellas y despiertan ahora un renovado interés adulto. Y algo las destroza. 

Una extraña propiedad compartida entre niñas y hombres.

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