Un mundo paralelo al tradicional se estaba creando en internet mientras yo crecía, en el paso del joven adolescente al joven ya marcado por la pérdida de la inocencia. Nacían las redes sociales instaurando unas desconcertantes convenciones. Tuvo innumerables consecuencias ese nacimiento en la creación masiva de nuevas costumbres morales y en los modos de socialización al incrementar en complejidad y cantidad sus relaciones, su conectividad, eficacia y rapidez. Una inmediatez caprichosa, frenética, también esperada. En esta segunda naturaleza digital lo crucial es consumir (no sólo establecer) el mayor número de relaciones virtuales obviando, en general, su intensidad e interés, fijado el sentido último que rige la norma en la hiperconexión constante para aplacar la incurable soledad humana y la hipersexualización de sus formas para saciar los deseos eróticos frustrados, aunque reine un neopuritanismo implacable en sus contenidos e imágenes. No se puede ocultar, para quien no sea lo suficientemente necio y arrogante, que el marco de las redes sociales es la producción de sujetos narcisistas y sentimentales, los rasgos psicológicos más comunes e insoportables de esta generación, y siempre hay que recordar aquella inmortal sentencia de Kundera: nada hay más insensible que un hombre sentimental. Ese marco, el diseño más sofisticado de la publicidad contemporánea, es una exigencia para la invención del consumidor, perfecta prolongación del infantilismo, la industria de la banalidad y la estupidez, o el espectáculo de la frivolidad; una especie de neutralización indirecta del ciudadano.
Otro elemento
perturbador de las redes sociales constantemente olvidado es su
responsabilidad en la crisis del periodismo y la disolución de la autoridad
intelectual que supuestamente lo regía. Antes de las redes se pertenecía a una
sociedad donde el periodismo todavía era el principal medio de representación
de lo real en la vida pública, según criterios de objetividad que establecían
la veracidad o falsedad de las representaciones. No es necesario decir que la
mayoría de las veces se suprimían esos criterios de racionalidad y prudencia
por negligencia, acidia, intereses espurios o malicia, pues el modelo de
negocio más rentable era la diseminación de las mentiras. Es decir, la burda
propaganda. Jean François Revel abría así su excelente ensayo El conocimiento inútil: “la primera de todas las fuerzas que dirigen
el mundo es la mentira”. Ni el sexo, ni el dinero, ni el poder, sino la
mentira. A pesar de ello el periodismo todavía disponía del monopolio de la
comunicación y la información reconocidas como formas de conocimiento, sometido
a la autoridad moral e intelectual de un prescriptor interpelable cuyo oficio era realizar el análisis de los hechos del día y la hora al establecer un guión del mundo. Cualquiera podía desmontar la mentira en el momento de
ser exhibida y denunciar al mentiroso a través de métodos comunes de
racionalidad que podían
ser asequibles y compartidos por todos. Nadie querría escuchar la verdad, o dedicarse a
buscarla apasionadamente, pero todo el mundo sabía que existía, no dudaban de
su realidad por muy difícil, fragmentaria, e insuficiente que fuera su
obtención. La verdad importaba, aunque fuera sencillamente para destruirla. La
práctica en redes sociales, y su propia estructura, son la más férrea
disolución de ese viejo y negligente paradigma. Es una situación paradójica: ¿cómo explicar que en las sociedades más modernas y desarrolladas
tecnológicamente la misma abundancia de información accesible y conocimiento
disponible excite más bien el deseo de ocultarlo, manipularlo o deformarlo, cuando no despreciarlo, en vez
de su libre y exitosa circulación? Siempre la verdad, tenida en su importancia,
ha despertado más resentimientos que satisfacciones, generando más peligros y
temores que la seguridad de un poder de propaganda controlable ¿Pero cómo explicar su actual
desprecio en correspondencia con la inquietante magnitud de la mentira jamás
antes conocida?, ¿cómo explicar que una sociedad abierta puede llevar los desórdenes
de la libertad hasta la pasión por silenciar en vez del fácil amor por la verdad?
El complejo
mecanismo de la mentira todavía sigue funcionando en los periódicos,
televisiones, radios y portavoces del gobierno, al mismo tiempo que en las
redes sociales su cuestionamiento carece de
relevancia; más bien parece insuficiente, inoportuno, lleno de imprecisión.
Hannah Arendt en su reflexión sobre los elementos esenciales de la ideología
totalitaria –contenido en su impresionante libro Los orígenes del totalitarismo (1951)- destacaba como
característico del sujeto totalitario no al nazi o comunista ideologizados,
perfectamente definidos y reconocibles estéticamente, sino esta incapacidad de distinguir
entre ficción y realidad, verdad y mentira, entre culpables e inocentes, entre
verdugos y víctimas; desafiando las categorías clásicas del pensamiento
político occidental ¿Acaso no es eso la posverdad?,
¿no son eso las redes sociales? La diferencia entre posverdad y la antigua propaganda es que esta reconocía la
existencia de la verdad y tenía interés en ocultarla para imponer la mentira, o
su versión hipertrofiada de la realidad, mientras que aquella al suprimir la distinción
entre verdad y mentira, al estilo relativista, elimina su relevancia llevándose con ello
su necesidad. Impregnando a toda la sociedad de esa indolencia, indiferencia y
abulia tan erosionadoras. Aunque el totalitarismo en su plenitud destructiva de
violencia y muerte como forma de poder o ideología de Estado haya desaparecido, al
menos de la mayor parte del mundo conocido, es cierto que queda todo un campo
libre de fantasmagorías totalitarias que sobredeterminan nuestro tiempo, cuya máxima
expresión es la posverdad.
De la misma manera
que la propaganda se ha sustituido por la posverdad, la censura y autocensura
se han sustituido por la cultura de la cancelación. En las tiranías políticas
era imprescindible la identificación del enemigo para la supervivencia del
régimen, quedaba clara la distinción amigo y enemigo dedicando todas las
herramientas represivas a este fin. La persecución a escritores, intelectuales
u opositores suponían más allá de la tragedia personal una salida del marco político, una marginalidad respecto
del arte oficial. La censura involuntariamente, y cuando no lograba plenamente su objetivo, otorgaba un peso a lo censurado, una densidad especial, lo situaba como
contrapoder, otorgaba una singularidad a esa voz ya que había que combatirla y suponía un peligro, un
riesgo, una ofensa su libertad e insufrible su regodeo. Lo censurado
creaba un espacio de resistencia. Por el contrario, la sofistificación y
refinamiento de la cultura de la cancelación, originaria en redes pero ya
presente en universidades y medios de comunicación, supone la indiferencia de
lo suprimido, despreciando el propio hecho de censurar, porque no se acalla su
voz, sino que se la hace superflua, indistinta, sustituible, reemplazable por
cualquier otra, por nada. En el mundo libre el escritor ya no debe enfrentarse
a los demonios del exilio, el asesinato, la deportación, la tortura, ni barbaries
asociadas, por contraste puede dirigirse a su propia audiencia, comunicarse
abiertamente, conviviendo con incómodas, pero no letales, censuras blandas. Y ese encuentro con el exterior puede ser desolador, de una tristeza contagiosa, pues nadie
puede estar esperándolo ni querer oír su voz, ignorando la larga historia de
persecución a escritores y la implacable extinción de sus obras. Asimilable al vacío se
trivializa el talento del autor y se disipan sus méritos ante el miedo. ¿Qué sucede
entonces con el ensayo, el arte y la literatura cuando realmente no importa la veracidad o falsedad de su palabra, ni se le permite ofender, irritar o desprestigiar? ¿Qué sucede entonces
con la resistencia, la oposición y disidencia política a formas de opresión despóticas que han sido relativizadas por la posverdad?
Ya hay demasiados preguntas inquietantes en este artículo...
El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana que las redes sociales en nombre de la democratización y una perversión de la igualdad acentúan hasta lo patético. Nuestra propia condición de payasos de la humanidad sólo es comprensible en su exacta magnitud ante el espejo de las redes sociales.
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