miércoles, 25 de marzo de 2020

Coronavirus 7

Día 10, y el confinamiento sigue su camino. Primera conversación con la policía, desagradable. No comprenden mis razones, son diversas. Probablemente despreciarían mi vida tanto como yo desprecio su trabajo formal, pues mi existencia es un revulsivo de su orden (hay que decir que su único sentido político es defender el orden y seguridad sea cual sea el régimen político, legítimo o ilegítimo, sea una democracia autoritaria o una dictadura blanda), les hervirían los ojos si me miraran fijamente. Llegué al supermercado, compré, volví a pasar, y les saludé, la calle estaba vacía y la piedra del antiguo cuartel de caballería inundada de sol, yo iba delante con el carrito lleno, mi madre detrás, mirando las sombras en la pared. Bien, sigo. Creo que en una amplia parte de la sociedad y el Estado hay una descansada y desgraciada buena conciencia del deber cumplido. Una especie de necia autosatisfacción por el mero hecho de imponer y cumplir la disciplina, por el hecho innegable de haberse convertido en la presa perfecta, entregada a la repetición. No se me ocurre nada moralmente más aterrador que tener la conciencia tranquila ante la desgracia. Nada más sedante para el pensamiento. En los hospitales han empezado a aplicar lo que una amiga médica llama medicina de guerra, ni más ni menos que la lógica y la moral de la campaña bélica: "tú puedes vivir, tú no podrás" a causa de la lógica de la escasez, el desgaste y la erosión neoliberal, esa peste letal todavía más invisible que el virus, y que actúa letalmente como esas enfermedades que destruyen el cuerpo del anciano antes que su cabeza, consciente plenamente de su mortal degradación. Se ha levantado el sudario del cadáver, que antes sólo dejaba ver el hueco de los ojos y la boca sin aliento,  el bulto de los pómulos y la nariz hinchados de muerte. Una grandiosa criatura, el poder, y que advertía Foucault: hacer vivir y dejar morir, y viceversa, porque es lo mismo, y nadie dice nada, excepción asimilada, interiorizada y normalizada; desde la supresión del duelo, sus rituales y prácticas, hasta la propia administración de muerte, descarnada, revelada, desocultada cruelmente, para que cuando llegue la normalidad pueda ser olvidada, y la excepción sea la regla invisibilizada, sutilizada, disfrazada. Ciertamente, es triste para las víctimas de la escasez y la lógica de guerra, la lógica excepcional, y penoso para los espectadores confinados, en estos días de contagio.

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