viernes, 28 de febrero de 2020

Sean las horas que repugnan por su mero pasar pero cuya huella no abandona jamás nuestro corazón, o porque no acaban de terminar nunca los oscuros días dedicados a la adoración insensata de los enamorados en su dimensión caricaturesca, la adhesión pueril y suicida a la monogamia de Razón o Tradición, el sometimiento gozoso y desvergonzado a la convención sentimental mayoritaria, celosa, posesiva, paranoica, histérica, narcisista, victimista, e incluso la impotencia de todas las formas alternativas, más o menos originales y estériles, contra los usos y abusos amorosos; la cosa finalmente es que uno sigue atrapado en la impotencia de lo privado y esa paradójica condición de insaciabilidad y agotamiento de la intimidad, en sus frustraciones personales excesivamente psicologizadas, el problema traumático de la sexualidad, en sus modos de autoexplotación emocional, tan bien fabricados socialmente, y en la asombrosa y sonrojante parálisis, como la de un castrado, que genera el desengaño amoroso. Metido a ello hasta el fondo, como un buen chico, solo en horario luminoso y diáfano de mañana, de 12 a 14. Luego tocan las cosas del comer, y eso de la literatura y el mar, los paseos y el pensar, y la luz, y la lucha sofocante y sorda, violenta y erosionadora de la existencia cotidiana. ¿En qué medida crucial y decisiva, estando a refugio material, físico y digestivo, uno es fundamentalmente víctima de sí mismo y su incontrolada pulsión borreguil de gregarismo lanar, sometidos voluntariamente a las lógicas del ganado, y su destino: el despeñaperros?

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