jueves, 27 de febrero de 2020

La clase de los delfines

Hace poco volví a la facultad de filosofía de la UB, había quedado con Nemrod para desayunar, un profesor de los pocos que no se ha convertido en una anguila de despacho, en un burócrata trepador de la cucaña o un miembro insigne de la policía cultural. Y mientras le esperaba observaba -había venido constatando durante el paseo por los barrios burgueses de Barcelona la lenta y sucia belleza de la ciudad- las pintadas reivindicativas de las paredes, las consignas y eslóganes ideológicos inscritos en el suelo, en la puerta de cristal, en las columnas, los carteles y murales, contra el feminicídio y contra el patriarcado, contra el capitalismo, la liberación del pueblo Kurdo, del pueblo catalán, algo más pragmático como lo de las elevadas tasas universitarias y alguna ordinariez de pollas gordas y fucks. Y me invadió ese inquietante sentimiento de un pasado recobrado, pero uno de esos pasados que no registras como plenamente vividos, ni propio, ni consumido, quizá por el agotamiento de las posibilidades que se ofrecían, inasumibles políticamente y económicamente, pero posibles, quizá por la frustración que genera el erial estudiantil y académico, lo que pudo haber sido, miserablemente, y nunca fue. Un pasado como ruina abierta ante el cielo, un inacabamiento que perdura en todo tiempo, aunque en este caso era un pasado mucho más sencillo, era una fábula moral de mi propia vida, en forma de vuelta a la escolarización, de la infancia escolar universitaria, como cuando ya de adultos volvemos descreídos, escépticos y distantes al colegio y la clase donde tomamos las primeras lecciones y nos viene como aroma del tiempo el aire de lactancia; antes incluso que los primeros contactos con la carne y la húmeda piel ajenas, el primer niño, la primera niña, nos viene ese invasivo y totalizador aroma lactante, porque de mantener  todavía la sensibilidad y la honradez lo invasivo del presente memorioso predomina frente a la nostálgica y difusa sensación del primer deslumbramiento, el primer descubrimiento de un mundo nuevo que se nos abre. La asfixia, el ahogo, lo claustrofóbico de la lucha entre distintas temporalidades se revela antes que la dulce melancolía de un pensamiento triste. La relativa pureza del acontecimiento, de lo que nos acontece, quizá la vivimos intensamente de niños, pero de adultos recordamos en función de la desublimada experiencia presente, de la pobreza y la precaria experiencia del presente. Ya no me sonrojé ante el terrible recuerdo de la puerilidad y solipsismo de la infancia, las causas reivindicadas en las paredes de la universidad eran una perfecta metáfora de esos murales coloridos bajo figuras del Bien pintados con alegría: soles amarillos, campos verdes, cielos azules y animalitos silvestres que decoraban los pasillos de los colegios, esas clases bautizadas con nombres de animales penosamente humanizados y personalizados: la clase de las mariquitas, el grupo de los delfines o las mariposas, o los leones. Eso mismo, sin rencores, sin resentimiento, aunque con un punto de distante arrogancia, es lo  que me sucedió al volver a la universidad, redescubriendo las nefastas consecuncias de la prolongación de la infancia en la institución académica. Noté la infantilización ya entre las relaciones personales y pseudoafectivas, en las reducidas concepciones de la industria cultural y la mafia académica, en la organización política estudiantil, en el sistema de evaluación, en la condición de finado del profesorado, más atento a las técnicas de tutoría y sutilezas pedagógicas, administración y gestión de los procesos de examinación continua, control y desarrollo del curso, a los modos de acreditación profesional, a las obsesiones del prestigio social, que del contenido intelectual, los conocimientos concretos, la memoria como aparato crítico, y la capacidad filosófica de los estudiantes. En un olvido completo de la desinteresada pasión por estudiar, el originario carácter hedonista y libertario de la filosofía, la relación del pensamiento con la vida y la muerte, la politización y la exigencia formal del debate, la conversación y el diálogo continuo y permanente, ocupando cualquier espacio, desacralizándolo, para realizarlos. Y lo crucial me lo dijo Nemrod: ese sentimiento de degradación es permanente, y una experiencia común de decadencia e indigencia se apodera de algunos profesores, algunos alumnos rebeldes, y los que huyeron para no volver o retornar fugaz e intermitentemente. Existe una diáspora invisible que algún día debería devolver el golpe contra la institución, al modo inconfundible y legítimo de la venganza.   

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