lunes, 3 de febrero de 2020

Las otras vidas de mi vida

Le comenté a Clàudia, frente a unas cervezas, lo mucho que me desagrada la precariedad de la memoria, lo mucho que lamento encontrarme y hablar con un desmemoriado. Un verano de altas temperaturas de ritmo lento y cuerpos precoces iba paseando por la ciudad, concretamente por las antiguas plazas del barrio de Gràcia,  y al cruzar las calles cruzaba mi vida y mi memoria. Es sin duda alguna, y al modo más intimo y amoroso, uno de los territorios intelectuales de mi vida, la gran topografía moral de mi sensibilidad. Toda sensibilidad es una personalidad. Recuerdo esa plaza y el sol abierto, ese bar y su comida, la esquina bajo la luz amarrilla del faro en el frío oscuro de la noche, esa cena y la descarga de calor, aquellos días donde perdíamos lentamente, morosamente, la inocencia, ese cine, la imagen y la dureza, recuerdo los bellos lugares y las conversaciones que tuvimos en ellos. No exagero, cuido mi memoria no sólo como aparato intelectual y grandioso método de conocimiento, sino como mi mejor instrumento emocional y afectivo, un aparato crítico, tierno y sutil, para mantener mi educación sentimental, mi estética emocional intacta, en un ámbito de intenso goce y placidez. No tengo naturaleza de vencedor, ni tampoco todavía el carácter del derrotado. Y necesito la memoria para sujetarme a la vida, recordar lo que todavía queda de vivo tras los acosos, una vida que no escape,  que no huya, no sentirla extraña, ajena, salvaje, grotesca, hostil, robada, expropiada, insufrible. Memoria, razón y vida. Es sencillo: la memoria es llevar interiormente las otras vidas de mi vida.

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