sábado, 8 de febrero de 2020

Nadie sabe cuanto odio la frenética actividad de los necios, su insolencia e impertinencia ante la seriedad de la vida, y la definitiva broma de la muerte. Incalculable el grado enfermizo de tedio, aliñado con desprecio, que me producen. Que bueno que yo ya haya sufrido, como tantos, el dolor del tiempo, que sepa cómo crece, se hincha y revienta, que el tiempo duele y degrada antes de arrasarlo todo, y que a su vez, enfrentarse al tiempo vacío sin intentar llenarlo vanamente con banalidades y frivolidades por el mero horror que nos produce -como el irreprimible temblor que genera una mesa puesta y bien decorada a sabiendas que nadie vendrá a cenar y que nadie habita ya ese mundo- es algo bellamente honroso. Y pude ser hasta gozoso, ver los contornos rojizos de la espera. El placer intenso y delicado de ver pasar el tiempo lento, moroso y limpio, momentos antes de un encuentro deseado, una cena, un café, un libro, un hombre y una mujer, una conversación, un cuerpo desnudo, la hora de la escritura, el momento decisivo de la soledad y la finitud. Como una cómoda antesala de la vida.

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