viernes, 24 de enero de 2020

Y el estupor no desaparece, de hecho nunca debería haber desaparecido del cuerpo y la memoria de los hombres, cuya misma continuidad ante la tragedia y la indiferencia del crimen dan muestra de la magnitud del horror. Sobre esto me ha venido un fugaz pensamiento. Lo que nunca significó una revelación paralizante para la vida fue el descubrimiento de la muerte, ni la condición de mortalidad (que siempre es la muerte ajena, otro asunto inabarcable e indecible es la propia muerte), ni la caducidad de las pasiones ni el desencanto del mundo. Ni siquiera cuando me enteré, algo que puede perturbar a muchos, de que los hombres se matan, unos matan a otros cruelmente, sádicamente y sin remordimientos, e incluso que unos mueren por otros, en sustitución de otros, voluntariamente o no, ni siquiera eso significó mucho. Cada día al despertarme, en estos días fríos, me encuentro con el rocío de la mañana pegado al cristal de la ventana, es sorprendente ver los caminos que abren las gotas más gruesas vencidas por su peso, hinchadas por el sol, caen y reposan hasta el alféizar. Los caminos dejan pasar pequeños y limpios rayos de luz, en perfecta sintonía con el cielo y la hora, pronto se calienta el cristal y derrite las gotas; la perfecta claridad y transparencia. Tiemblo, iluminado, y es el último reducto de estupidez y maldad de las razones por las que se mata y se muere lo que me suponen un obsceno y terrible misterio. Crece, aparece el estupor.  

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