jueves, 2 de enero de 2020

2 y 1 de enero

Este año; van a ser unos auténticos diarios.

1 de enero, la mañana. Primeros de año, toca la limpieza sistemática y empecinada de la casa: la estúpida alfombra del salón, las ventanas donde se pega el sol, y la piel blanca de las sillas que requieren su espuma también blanca, las cortinas, el polvo de las estanterías, polvo de los libros, polvo de los días, el cepillo para telas especiales, el aspirador, la mopa, la escoba, la bayeta. Nada parece haber cambiado después de las exaltadas y enloquecidas promesas de noche vieja. Llega el regusto amargo innegable de las fiestas, de los rituales y ociosos ceremoniales que conducen a esa sensación tan placentera como cierta de haber estado haciendo el tonto por mandato, el tonto por encargo y convención, todo el tiempo. Se celebra ingenuamente el nacimiento de Cristo y la división del tiempo que impone, la macerada simbología del año que nace y muere como los hombres, como su vida. Se prepara un advenimiento que nunca llega, no nace nada ni se cierra ni concluye nada, inagotable todo, no acontece ni deviene finalmente nada más que futuro, sólo expectativas de futuro y la espantosa planificación, programación y baile de ilusiones y propósitos. Polvo y mentira.     

1 de enero, la tarde. Las horas que caen en el suelo de la sala de espera, como cristales rotos. Los hospitales son un lugar extraordinario para vivir el tiempo, la decantación inexorable de las horas, y descubrir, no sin amanerado asombro, que el tiempo es una enfermedad: la decadencia y degradación del cuerpo y el espíritu. Y su hermoso espectáculo, de secreto y perverso goce. Desde los diez años asisto a los hospitales como espectador, testigo del juicio clínico y en ocasiones moral; jamás he vuelto como enfermo.

2 de enero, por la mañana. Es sabido, para las almas que no se autoengañan, que el negocio de los médicos, y no sus pasiones, son la enfermedad, las enfermedades del cuerpo y las enfermedades del alma. Curan, cuidan y juzgan sobre la vida dañada, la vida enferma de los otros, es una práctica cuestionable pero inevitable, como la de los jueces en los tribunales. Lo que más me inquieta es la extrema ausencia de la muerte, tanto en sus prácticas como en su sistema de representaciones estéticas y concepciones intelectuales (donde la eutanasia o la buena muerte es tabú, casi una herejía). Ciertamente no es su objeto científico de estudio, ni su mercancía. Son las religiones y sus centros de encierro y culto los que se dirigen a una gran mortalidad; los que negocian y trafican, sin escrúpulos, con la muerte, y así adornan su arquitectura y su metáfora. Muchos se empeñan, en una falsa sofisticación, la sutileza de los sinvergüenzas, en perdonar la triste y penosa historia de las religiones a través de la erudición y sus supuestos bienes culturales; en mi ánimo sólo queda la rotunda facticidad: la religión es la gran empresa criminal de la humanidad. Y precisamente lo que me inquieta en esos centros de culto religioso, y contrariamente a lo que me sucede en los hospitales, es la constante y permanente banalidad y frivolidad de la muerte. En ambos lugares, tanto en la banalización de la muerte y su promesa de una irracional y patológica vida eterna o inmortalidad del alma, como en la ausencia de una profunda y sincera relación intelectual con la muerte en los hospitales, opera el mismo fantasma esterilizador: el miedo a la muerte. Y solo funcionan con sus plañideras: ante el espectáculo grotesco de la muerte banalizada u ocultada tiene que haber alguien que les llore, no se sabe bien qué.     

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